Quizás en aquel momento a los dos nos vino al pensamiento Mayu.
Por alguna razón, el sol, la conversación sobre mi hermano, la atmósfera de aquel día, me había inducido fuertemente a pensar en Mayu, en el hecho de que ella estuviera entre Ryūichirō y yo. En aquel cielo, en aquel paisaje, había algo que se le parecía tanto que me extrañaba no haber pensado en ella hasta ese momento.
Sus dientes blancos como las perlas, las manos que, siempre, desde niña, había tenido pequeñas.
Su espalda, sus hombros encorvados mientras comía sandía. Sus piernas estiradas, las uñas de los pies pintadas.
Los reflejos castaños de sus cabellos recién pintados.
Todo eso. Le gustaba los días de buen tiempo, y los que más le importaba de un apartamento era que estuviera bien orientado al sol.
Su sonrisa, su sonrisa infinitamente delicada, de una dulzura especial, su risa, que se expandía como círculos en el agua, resonante como una campanilla.
Todas estas imágenes de Mayu volvieron a presentárseme de improviso con una vitalidad impresionante, y el deseo de verla se hizo apremiante, doloroso, insostenible.
Parecía absurdo que por primera vez desde su muerte sintiese precisamente bajo aquel cielo extranjero un deseo tan fuerte de ver a mi hermana, con la que nunca más podría reunirme. Creo que fue porque hasta ese momento había alimentado en alguna parte de mi corazón una especie de resentimiento hacia ella, como si me hubiera sentido ofendida, traicionada por ella por haber muerto antes que yo, pensando sólo en ella.
"Amrita"
Banana Yoshimoto
TusQuets Editores
México, 2013
p.208
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