miércoles, 21 de enero de 2009

Creta Kanoo

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Estaba muy contenta por el movimiento inteligente de ésta novela de Murakami. Desde la primera hoja te engancha y quieres seguir leyendo. No es un libro de narrativa compleja ni nada de eso. La traducción a cargo de Lourdes Porta y Junichi Matsuura es bastante buena. Y me leí más de cuatrocientas hojas hasta que me tope con "esto". Recuerdo haber leído a Banana Yoshimoto y su novela de Amrita, que tiene unos raros pasajes con fantasmas y cosas que van más allá de lo real, y lo acepté. Vamos, es una novela, y esas cosas intangibles del alma, que si alguien muere intranquilo y se vuelve fantasma, bueno, es algo que lo puedo entender. Pero, ¿"esto"? La técnica especial de Murakami en sus novelas es: si ya no sé qué escribir, haré que mis personajes tengan sexo bizarro entre sí. Y sí, personajes con rasgos interesantes terminan teniendo sexo totalmente absurdo con otros personajes que ni al caso (tal como en el caso de Tokio Blues, cuando la tipa esa, no recuerdo el nombre, que era compañera de Naoko, después de años de estar internada en una clínica especial para recuperar su salud mental, de pronto sale, se va a Tokio, ¿y qué creen? De la nada se le ocurre que tiene ganas de coger, y coge con el protagonista).

El contexto del siguiente texto es el siguiente: Creta Kanoo es hermana de Malta Kanoo, y ambas son una especie de adivinas. La esposa de Tooru contacta a Malta para investigar la desaparición de su gato. Al final, las ches adivinas se salen con que el gato ya no va a regresar y pues qué hacer eh. Pero luego la esposa de Tooru se le botó la canica y se va, y Tooru termina solo en su casa. Creta sigue en contacto con Tooru; y en una primera visita, ella le cuenta la historia de su vida, (¿por qué? ¡sélapa! pero tal y como mi querida Virginia Woolf decía: la gente sólo habla de verdad en las novelas, porque en la vida real, puf... ni pío eh).
Creta había sido afectada durante toda su vida por un dolor insoportable. Cualquier cosa le duele a mares, bueno, que te lo pinta Murakami de tal forma que uno termina pensando que hasta un piquete de mosco le duele al mero estilo de tortura china. Toda su vida ha sufrido sus dolores intensos. Y entonces, por lo mismo, decide matarse. Pero falla en su intento y en el accidente se da cuenta que ya no le duele nada, pero tampoco siente algo en sí. Se vuelve insensible. A consecuencia del accidente tiene una enorme deuda, y ella de tan sólo 20 años, resuelve la bronca prostituyéndose, bueno, que al final y al caso, ya no siente nada.
Oh, pero sorpresa. Que le llega de cliente el temido malo de la historia: Noboru Wataya. Contrata los servicios de Creta Kanoo y...
El texto que transcribí se trata de esa parte, el encuentro laboral de Creta Kanoo con su cliente Noboru Watata.
El cual honestamente no entendí.
Sólo pude imaginarme que a Creta Kanoo le salió algo así como un Alien, sí, como el de la película de Aliens.
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Continuación de la historia de Creta Kanoo

-El siguió deslizando aquellos diez dedos por cada rincón de mi cuerpo -prosiguió Creta Kanoo-. No dejaron una sola parte por tocar. Yo era incapaz de pensar en algo. Los latidos del corazón, con una lentitud extraña, resonaban violentamente en mis oídos. Había perdido todo autocontrol. Mientras sus manos recorrían mi cuerpo, grité muchas veces. No quería hacerlo, pero otra persona, sirviéndose de mi voz, jadeaba y gritaba a su antojo. Sentía como si todos los tornillos de mi cuerpo se hubieran aflojado. Mucho después, estando yo aún en bruces, me metió algo dentro por detrás. Qué era, no lo sé todavía. Algo muy duro y extraordinariamente grande, pero no era su pene. De eso estoy segura. En aquellos momentos pensé: Tenía razón. Este hombre es impotente.

Fuera lo que fuese, cuando me lo introdujo sentí claramente, por primera vez después de mi tentativa de suicido, el dolor como algo propio. ¿Cómo se lo explicaría? Era un dolor fuerte de toda medida, como si estuvieran partiéndome por la mitad. Pero, me retorcía de dolor y, a la vez, de placer. El placer y el dolor se habían convertido en una sola cosa. ¿Me comprende? Era un placer que nacía del dolor y un dolor que nacía del placer. Y yo tuve que engullirlo como una única cosa. Y, en medio del dolor y del placer, mi carne empezó a rasgarse. No pude evitarlo. Y luego sucedió algo extraño. De mi cuerpo, dividido en dos limpias mitades, empezó a salir algo que ni había visto ni tocado jamás. No sé cuál debía de ser su tamaño. Pero era resbaladizo como un recién nacido. No tenía ni idea de qué podría ser. Había estado siempre dentro de mí y yo no lo conocía. Pero aquel hombre lo había extraído fuera de mi ser.

Quería saber qué era. Me moría por saberlo. Quería verlo con mis propios ojos. Era parte de mí. Tenia derecho. Pero no pude. Aquel torrente de dolor y placer me arrastraba. Yo, que era sólo carne, gritaba, babeaba, sacudía convulsivamente las caderas. Ni siquiera podía abrir los ojos.
Y alcancé el clímax sexual. Pero más que alcanzar una cima tuve la sensación de despeñarme por un alto precipicio. Grité y sentí que todos los cristales de la habitación se rompían. No sólo lo pensé, sino que vi y oí cómo se hacían añicos. Y cómo todos aquellos diminutos pedazos caían sobre mí. Después me entraron unas violentas arcadas. Mi conciencia empezó a debilitarse y mi cuerpo se enfrió. Sé que es una comparación un poco extraña, pero me sentía como unas gachas de arroz frío. Espesas y llenas de grumos. Y cada uno de esos grumos me producían un dolor sordo mientras se dilataba despacio al compás de los latidos de mi corazón.

lunes, 19 de enero de 2009

El pájaro que da cuerda al mundo

Reflexión de May Kasahara sobre la muerte y la evolución del hombre
Cosas hechas en otra parte

Acorrucado en el fondo de una oscuridad absoluta, sólo podía ver la nada. Yo mismo era parte de la nada. Con los ojos cerrados, escuché el sonido de mi corazón, el sonido de la circulación de la sangre, el sonido de las contracciones pulmonares, como un fuelle, los retortijones que las húmedas vísceras, reclamando alimento, provocaban en mi estómago. En la oscuridad total, cada movimiento, cada oscilación, sonaba amplificada, como algo artificial. Aquél era mi cuerpo. Pero, envuelto en las tinieblas, era demasiado fresco, demasiado carnal.
Y, de nuevo, poco a poco, la conciencia fue deslizándose fuera de mi cuerpo.
Me imaginé convertido en el pájaro-que-da-cuerda, surcando el cielo del verano, posándome en la rama de un árbol, dándole cuerda al mundo. Si era cierto que el pájaro había desaparecido, alguien tenía que asumir sus funciones. Alguien tenía que darle cuerda al mundo por él. De no ser así, la cuerda se iría aflojando y aquel sutil engranaje acabaría deteniéndose. Pero yo era el único ser humano que había notado su desaparición. En el fondo de mi garganta intenté reproducir su grito. No lo conseguí, sólo logré emitir un sonido feo y absurdo como el de dos cosas feas y absurdas frotándose entre sí. Quizás sólo el auténtico pájaro-que-da-cuerda pudiera emitir el grito del pájaro-que-da-cuerda. Y sólo el pájaro-que-da-cuerda podía darle cuerda al mundo como es debido.
Pero yo, como pájaro-que-da-cuerda mudo e incapaz de dar cuerda al mundo, decidí volar por el cielo del verano. Volar no es tan difícil. Una vez alzas el vuelo, basta con mover las alas en el ángulo preciso y controlar la dirección y la altura. Mi cuerpo había adquirido en un instante la facultad de volar y surcaba el cielo sin dificultades, libre. Contemplaba el mundo con los ojos del pájaro-que-da-cuerda. De vez en cuando, me cansaba de volar, me posaba en una rama y observaba a través de las hojas verdes los tejados de las casas y el callejón. Observaba a las personas moviéndose por el suelo, viviendo su cotidianidad. Por desgracia, yo no podía verme. Porque jamás había visto al pájaro-que-da-cuerda y no sabía cómo era.

miércoles, 7 de enero de 2009

Lobo estepario

¿Cómo no había yo de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención? No puedo aguantar mucho tiempo ni en un teatro ni en un cine; apenas puedo leer un periódico, rara vez un libro moderno; no puedo comprender qué clase de placer y de alegría buscan los hombres en los hoteles y en los ferrocarriles totalmente llenos, en los cafés repletos de gente oyendo una música fastidiosa y pesada; en los bares y varietés de las elegantes ciudades lujosas, en las exposiciones universales, en las carreras, en las conferencias para los necesitados de ilustración, en los grandes lugares de deportes; no puedo entender ni compartir todos estos placeres, que a mí me serían desde luego asequibles y por los que tantos millares de personas se afanan y se agitan. Y lo que, por el contrario, me sucede a mí en las raras horas de placer, lo que para mí es delicia, suceso, elevación y éxtasis, eso no lo conoce, ni lo ama, ni lo busca el mundo más que si acaso en las novelas; en la vida, lo considera una locura. Y en efecto, si el mundo tiene razón, si esta música de los cafés, estas diversiones en masa, estos hombres americanos contentos con tan poco tienen razón, entonces soy yo el que no la tiene, entonces es verdad que estoy loco, entonces soy efectivamente el lobo estepario que tantas veces me he llamado, la bestia descarriada en un mundo que le es extraño e incomprensible, que ya no encuentra ni su hogar, ni su ambiente, ni su alimento.

El lobo estepario
Hermann Hesse

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