lunes, 31 de marzo de 2014

La reflexión de Somni-451 sobre el tiempo

El tiempo es lo que impide que toda la historia ocurra de golpe; el tiempo es la velocidad a la que desaparece el pasado.

"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012

domingo, 30 de marzo de 2014

Kindle

En mi último viaje a México pude acumular un poco más de diez mil yenes en mi tarjeta de Bic Camera y gracias a esto pude comprar "gratis" un Kindle. Es la primera vez que me hago uno de estos  lectores y la verdad sí estaba medio incrédula sobre si era para mí o no. Tampoco soy muy fanática de las compras por Amazon pero de todas maneras me arriesgué a escoger el Kindle por sobre otros e-readers como el de Sony, que también me parecía muy atractivo.
Y creo que hice una muy buena elección. El tamaño del aparato es bastante ergonómico. Ligero y del tamaño ideal como para subirse al tren y hasta poder leer de pie sin cansarse de cargar el aparato. Sólo por probar (teniendo en cuenta que aún no termino mi "El atlas de las nubes") descargué un libro del Amazon. Seleccioné el de Anne Rice "Lestat, el vampiro" y decidí llevarme la lectura al tren. 30 minutos de ida y otros 30 de venida se me fueron en un pestañeo. Todo el tiempo pude leer sin cansarme la vista. La pantalla no es brillosa como las de una tableta y que después causan estragos en mis miopes ojos, sino es una pantalla opaca, y así como se llama el Kindle, parece realmente la hoja de un libro.
Cuando regresaba a casa, después de bajarme del tren, pensaba en la comodidades de la época en la que nos ha tocado vivir. Pensaba en que ahora podría leer muchos libros sin preocuparme por el espacio, que aunque tengo un librero grande, nunca podría almacenar, no aquí en Tokio y con un cuarto de 23 metros cuadrados, todos los libros que quisiera leer.
Quizás mi querida compañera de libros, Wins Caballero, se hubiera asombrado también por el Kindle. Quizás.

jueves, 27 de marzo de 2014

El tremendo calvario de Timothy Cavendish

     Prácticamente la cuarta historia que aparece en el libro. Se centra en el editor poco exitoso Timothy Cavendish y cómo al conseguir el éxito también consiguió su calvario. Después de que su cliente, el escritor Dermot Hoggins echará por el balcón a un desafortunado crítico, su libro autobiográfico pasó a venderse como pan caliente. Hoggings, 12 años a la cárcel por el homicidio. Timothy, las ganancias nunca antes vistas por las ventas del libro. Pero no todo marcha bien. Llegan los insatisfechos y casi mafiosos hermanos de Hoggins a reclamarle al pobre editor sesentón una fuerte cantidad de dinero que lamentablemente no posee. Sin amigos que le puedan ayudar termina recurriendo a su hermano quien le sugiere que salga de Londres. El siguiente pasaje es justamente cuando regresa a su viejo pueblo en el que dejó a su primer amor, y al parecer único, la bella Ursula.


Cuarenta años después, los faros de los coches aparcados en la estación iluminaban una insólita plaga de típulas y a un editor en fuga envuelto en una gabardina azotada por el viento que caminaba a grandes zancadas alrededor de un campo ahora en barbecho por obra y gracia de los subsidios europeos. Lo lógico es pensar que un país del tamaño de Inglaterra podría dar cabida perfectamente a todos los sucesos de una humilde existencia sin que se superpongan unos a otros, me refiero a que esto tampoco es Luxemburgo; pero qué va, resulta que cruzamos, entrecruzamos y recruzamos nuestras viejas huellas como patinadores artísticos. La casa Dockery todavía seguía en pie, aislada de las demás viviendas por un seto de aligustre. Qué opulenta me había parecido comparada con el insípido hotelito de mis padres. Me prometí que un día viviría en una casa así. Una de tantas promesas incumplidas; aquélla por lo menos me la hice sólo a mí.
Rodeé la casa y enfilé por una carretera que iba a parar a una obra. Un letrero decía: "Hazle Close -Viviendas de lujos para ejecutivos en el corazón de Inglaterra". En el piso de arriba de la casa Dockery estaban encendidas las luces. Me imaginé a una pareja sin hijos escuchando la radio. La vieja puerta de vidriera le habían sustituido por otra más resistente a los ladrones. Aquella semana de estudios había entrado en Dockery dispuesto a librarme de mi vergonzosa virginidad, pero estaba tan intimidado por mi divina Cleopatra, tan atenazado por los nervios, tan bolinga por el whisky de su padre, tan reblandecido por la inexperiencia que, en fin, mejor será que corra un tupido velo sobre el bochorno de aquella noche, por más que hayan pasado cuarenta años. Bueno, cuarenta y siete. Aquel de allí era el mismo roble que arañaba la ventana de Ursula mientras yo trataba de meterme en harina, después de haber fingido durante mucho más tiempo del creíble que todavía estaba calentando motores. Ursula puso el disco del Segundo concierto para piano de Rachmáninov en el gramófono de su dormitorio, aquella habitación de allí, la del resplandor de la vela eléctrica.
Hoy en día todavía me estremece cuando oigo a Rachmáninov.
Las probabilidades de que Ursula siguiese viviendo en la casa Dockery eran nulas, ya lo sabía. Lo último que supe de ella que dirigía una oficina de relaciones públicas en Los Ángeles. Así y todo, me estrujé por un hueco del tupido seto y aplasté la nariz contra la ventana sin cortinas del comedor, que estaba apagado, tratando de atisbar algo. Aquella noche de otoño tan lejana en el tiempo Ursula me había servido una porción de queso gratinado sobre una loncha de jamón, todo ello colocado en una pechuga de pollo. Justo allí: justo aquí. Aún recordaba el sabor. Aún lo recuerdo ahora, mientras escribo estas líneas.
¡Flash!
La habitación se convirtió en una caléndula iluminada y por la puerta apareció tan campante -menos mal que de espaldas-  una brujilla con tirabuzones pelirrojos. "Mami! -medio oí, medio leí en sus labios-. ¡Mami!" Y allí que llegó mami con los mismos tirabuzones. Con eso ya quedaba suficientemente probado que la familia de Ursula había abandonado esa casa hacía mucho tiempo, así que retrocedí hacia el seto. Pero me di media vuelta y volví a espiar porque...., en fin, porque je suis un homme solitaire. Mami estaba arreglando un palo de escoba roto mientras que la niña estaba sentada en la mesa balanceando las piernas. Después llegó un hombre lobo adulto, se quitó la careta y, por extraño que parezca (aunque tal vez no parezca tan extraño), lo reconocí: el presentador ese de programas de temas de actualidad, uno de la tribu de Felix Finch. Jeremy Nosecuántos. Cejas a lo Heatcliff, modales de gañan, ya saben quién les digo. El tipo cogió un rollo de cinta aislante de un cajón del aparador y metió baza en la reparación de la escoba. Entonces entró la abuela para completar el cuadro doméstico y que me aspen una, dos, tres veces si no era Ursula. La Ursula de marras. Mi Ursula.
¡Y estaba convertida en una abuelita vivaracha! En mis recuerdos se conservaba tan joven como el primer día: ¿qué artista del maquillaje había arrasado su lozana juventud? (Pues el mismo que arrasó la tuya, Timbo).

"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012

lunes, 24 de marzo de 2014

Los moriori y su mana

(Fragmento extraído de "El atlas de las nubes" de David Mitchell. Traducción Víctor V. Úbeda)

Hasta ahora los moriori no eran sino una versión local de esos salvajes de falda de lino y capa emplumada que habitan los cada vez más raros "puntos ciegos" del océano aún no civilizado por el hombre blanco. La vieja pretensión de singularidad de "Rehoku", sin embargo, reside en su excepcional credo pacífico. Desde tiempo inmemorial, la casta sacerdotal de los moriori dictaba que quienquiera que derramase sangre humana aniquilaría su propio mana, eso es, su honor, su valía, su posición social y su alma.

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