domingo, 20 de enero de 2013

La fotografía

Fendrich acaba de reencontrarse con Hedwing y en una mirada se ha quedado enamorado de ella. Acaba de llevarla a la habitación que le buscó él mismo, y al llegar con flores, ella le ha pedido que se retire de ahí. Fendrich sale y se ha quedado de pie enfrente de su puerta. Es entonces que recuerda aquella fotografía en los Alpes que su padre le tomó a su madre.

Pensé en la indignación que sentí cuando estuve un invierno en los Alpes con mis padres. Mi padre había fotografiado a mi madre ante un fondo de cumbres nevadas; ella tenía el pelo oscuro y llevaba un abrigo claro. Yo estaba al lado de papá cuando éste sacaba la foto; todo era blanco, excepto el pelo de mamá..., pero en casa, cuando papá me enseñó el negativo, parecía como si una negra de pelo blanco estuviera situada ante enormes montones de carbón. Yo me indigné, y no me satisfizo la explicación química, que no era nada complicada. Siempre creí, y así lo seguía creyendo hasta entonces, que unas cuantas fórmulas químicas, con soluciones y sales, no bastaban para explicar el fenómeno. La palabra cámara oscura, en cambio, me había entusiasmado. Más tarde, para tranquilizarme, papá fotografió a mamá con un abrigo negro ante los montones de carbón en las afueras de nuestra ciudad; después, en el negativo, vi una negra de pelo blanco ante unas enormes montañas nevadas; sólo quedaba oscuro lo que era claro en la persona de mamá: su cara. En cambio su abrigo negro y los montones de carbón aparecían tan claros, tan resplandecientes, como si mamá estuviese sonriendo en medio de la nieve.
No me fue menor mi indignación tras esta segunda fotografía; desde entonces jamás me interesaron las pruebas fotográficas, siempre me pareció que no había por qué hacer copias de las fotos, ya que era éste el proceso más defectuoso. Quería ver los negativos y me fascinaba la cámara oscura, donde papá, en unas misteriosas bañeras y bajo una luz roja, dejaba los negativos hasta que la nieve era nieve y el carbón, carbón... pero era una mala nieve y un mal carbón... y a mí me parecía que la nieve del negativo era buen carbón y que el carbón del negativo era buena nieve. Mi padre intentó calmarme diciéndome que sólo había una copia buena de todo aquello y que estaba en una cámara oscura desconocida para nosotros: la memoria de Dios. Esta explicación me pareció entonces demasiado simple, porque Dios era una gran palabra con la que los mayores intentaban taparlo todo.

De pie en el borde de la acera, me pareció comprender a papá: supe que yo, ahí de pie, era fotografiado; que de mí existía una foto, de pie, en la acera -hundido profundamente en las aguas oscuras-; había una fotografía, y yo sentía unas ganas enormes de verla.

"El pan de los años mozos"
Heinrich Böll
Editorial Seix Barral, S.A. Barcelona
1971
pp. 46-47

La lata de carne

La situación es esta: Fendrich va junto con su padre a visitar a su madre quien está internada en el hospital. Al lado de la cama de la madre había otra mujer que recién acaba de fallecer. El marido de la difunta va a recoger los cosas personales de ella, y al notar que no está la lata de carne que le llevó un día antes de su defunción, les arma lío a los enfermeros.



Después, cuando hablamos con el médico, papá y yo, odié al médico por su indiferencia; estaba pensando en otra cosa al hablar con nosotros. Mientras respondía a las preguntas de papá, miraba por la puerta o por la ventana, y en sus labios rojos, finos, de curvas suaves, yo veía que mamá moría. Pero la mujer de la cama vecina murió antes. Un domingo al mediodía, cuando llegamos, acababa de morir. La cama estaba vacía y su marido, que seguramente acababa de recibir la noticia, entró en la sala y buscó en la mesita de noche todos los efectos de su mujer: agujas de pelos y una polvera, ropa interior y una caja de cerillas; lo hizo en silencio y muy de prisa, sin saludarnos. Era pequeño y delgado, parecía un sollo. Tenía la piel oscura y unos ojos diminutos, redondos, y cuando llegó la enfermera de turno, le pidió a gritos una lata de carne que no había encontrado en la mesita de noche.
-¿Dónde está el corned beef? -gritó, al acercarse la enfermera-. Lo traje ayer, ayer por la noche, al volver del trabajo, a las diez, y si ha muerto durante la noche, no puede habérselo comido.
Blandía la aguja para el pelo ante la cara de la enfermera de turno. Una espuma amarillenta se detenía en las comisuras de sus labios. Gritaba sin cesar:
-¿Dónde está la carne? Quiero la carne... Lo pondré todo patas arriba si no me devuelven la carne.
La enfermera su puso roja, empezó a gritar y yo creí adivinar en su rostro que era ella quien había robado la carne. El tipo estaba rabioso, tiraba las cosas al suelo, las pisoteaba y gritaba:
-¡Quiero la carne..., padilla de putas, ladrones, asesinos!
Pasaron unos pocos segundos y mi padre corrió por el pasillo en busca de alguien, y yo me interpuse entre la enfermera y el hombre, porque éste se puso a golpear a la mujer; pero era pequeño y escurridizo, mucho más ágil que yo, y consiguió golpear el pecho de la enfermera con sus puños pequeños y oscuros. Vi que, en medio de su rabia, sonreía sardónicamente, enseñando los dientes; me recordaba las ratas que la cocinera de la residencia de aprendices atrapaba en la ratonera.
-¡La carne, puta, la carne -gritaba-, la carne!
Hasta que mi padre llegó con dos enfermeros, que lo agarraron y lo arrastraron al corredor. Pero a través de la puerta cerrada, aún le oímos gritar:
-¡Devolvedme la carne, ladrones!
Cuando se hizo el silencio en el exterior, nos miramos, y mamá dijo con calma:
-Siempre que venía, se peleaban por el dinero que ella le daba para comprar alimentos; él la increpaba y decía que los precios habían vuelto a subir, y ella nunca le creía; lo que se decían era muy feo, pero ella volvía a darle dinero.
Mamá se calló, echó una ojeada a la cama de la difunta y dijo en voz baja:
-Llevaban veinte años de casados, y su único hijo cayó en la guerra. A veces ella sacaba la fotografía de debajo de la almohada y lloraba. Todavía está ahí, y también el dinero. Él no lo ha encontrado. Y la carne -dijo en voz aún más baja-, la carne aún la pudo comer.
Yo intenté imaginarlo, la mujer de piel oscura y expresión ávida, moribunda, tendida junto a mi madre, en plena noche, comiendo la carne de la lata.

"El pan de los años mozos"
Heinrich Böll
Editorial Seix Barral, S.A. Barcelona
1971
pp. 23-24

El pan de los años mozos

He empezado el año con la lectura de esta obra de Heinrich Böll. Conseguimos Wins y yo este libro en el sotano tenebroso de los libros usados. En realidad buscaba mi ya tan leído libro de Salinger (el que compré lo presté y claro, no volvió) pero no apareció en las tiendas de los libros usados que visitamos. En su lugar he salido salí con éste.
Es un libro que apenas pasa de las cien páginas. Lo leí en mi vuelo de 12 horas. Tiempo más que de sobra. Tuve oportunidad de releer las partes que me gustaron.

Heinrich Böll se ha vuelto de mis favoritos desde que leí su "Opiniones de un payaso"(que por cierto, curiososamente, también ese libro lo leí en uno de esos vuelos de 12 horas).

Hay dos partes que me gustaron en particular. La primera, cuando Fendrich, el personaje que narra la historia, va a visitar junto con su padre a su madre enferma al hospital.
La otra es cuando Fendrich recuerda aquella ocasión que su padre le tomó una foto a su madre en un paisaje nevado, y al ver el negativo se decepcionó al ver que todo lo que era blanco en realidad era "negro".

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