La situación es esta: Fendrich va junto con su padre a visitar a su madre quien está internada en el hospital. Al lado de la cama de la madre había otra mujer que recién acaba de fallecer. El marido de la difunta va a recoger los cosas personales de ella, y al notar que no está la lata de carne que le llevó un día antes de su defunción, les arma lío a los enfermeros.
Después, cuando hablamos con el médico, papá y yo, odié al médico por su indiferencia; estaba pensando en otra cosa al hablar con nosotros. Mientras respondía a las preguntas de papá, miraba por la puerta o por la ventana, y en sus labios rojos, finos, de curvas suaves, yo veía que mamá moría. Pero la mujer de la cama vecina murió antes. Un domingo al mediodía, cuando llegamos, acababa de morir. La cama estaba vacía y su marido, que seguramente acababa de recibir la noticia, entró en la sala y buscó en la mesita de noche todos los efectos de su mujer: agujas de pelos y una polvera, ropa interior y una caja de cerillas; lo hizo en silencio y muy de prisa, sin saludarnos. Era pequeño y delgado, parecía un sollo. Tenía la piel oscura y unos ojos diminutos, redondos, y cuando llegó la enfermera de turno, le pidió a gritos una lata de carne que no había encontrado en la mesita de noche.
-¿Dónde está el corned beef? -gritó, al acercarse la enfermera-. Lo traje ayer, ayer por la noche, al volver del trabajo, a las diez, y si ha muerto durante la noche, no puede habérselo comido.
Blandía la aguja para el pelo ante la cara de la enfermera de turno. Una espuma amarillenta se detenía en las comisuras de sus labios. Gritaba sin cesar:
-¿Dónde está la carne? Quiero la carne... Lo pondré todo patas arriba si no me devuelven la carne.
La enfermera su puso roja, empezó a gritar y yo creí adivinar en su rostro que era ella quien había robado la carne. El tipo estaba rabioso, tiraba las cosas al suelo, las pisoteaba y gritaba:
-¡Quiero la carne..., padilla de putas, ladrones, asesinos!
Pasaron unos pocos segundos y mi padre corrió por el pasillo en busca de alguien, y yo me interpuse entre la enfermera y el hombre, porque éste se puso a golpear a la mujer; pero era pequeño y escurridizo, mucho más ágil que yo, y consiguió golpear el pecho de la enfermera con sus puños pequeños y oscuros. Vi que, en medio de su rabia, sonreía sardónicamente, enseñando los dientes; me recordaba las ratas que la cocinera de la residencia de aprendices atrapaba en la ratonera.
-¡La carne, puta, la carne -gritaba-, la carne!
Hasta que mi padre llegó con dos enfermeros, que lo agarraron y lo arrastraron al corredor. Pero a través de la puerta cerrada, aún le oímos gritar:
-¡Devolvedme la carne, ladrones!
Cuando se hizo el silencio en el exterior, nos miramos, y mamá dijo con calma:
-Siempre que venía, se peleaban por el dinero que ella le daba para comprar alimentos; él la increpaba y decía que los precios habían vuelto a subir, y ella nunca le creía; lo que se decían era muy feo, pero ella volvía a darle dinero.
Mamá se calló, echó una ojeada a la cama de la difunta y dijo en voz baja:
-Llevaban veinte años de casados, y su único hijo cayó en la guerra. A veces ella sacaba la fotografía de debajo de la almohada y lloraba. Todavía está ahí, y también el dinero. Él no lo ha encontrado. Y la carne -dijo en voz aún más baja-, la carne aún la pudo comer.
Yo intenté imaginarlo, la mujer de piel oscura y expresión ávida, moribunda, tendida junto a mi madre, en plena noche, comiendo la carne de la lata.
"El pan de los años mozos"
Heinrich Böll
Editorial Seix Barral, S.A. Barcelona
1971
pp. 23-24
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