No señor, estaba encerrado en la Aurora House y punto. Un reloj sin manecillas. «¡Libertad!» es la cantinela más necia de nuestra civilización, pero sólo quienes se ven privados de ella tienen una mínima idea de lo que significa.
"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012
p. 421
Nos gusta leer y muchas veces encontramos líneas interesantes que queremos recordar después...
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viernes, 4 de abril de 2014
miércoles, 2 de abril de 2014
Euforia y el Jabón
Llegué a "El atlas de las nubes" por la película. En la película la parte que más me impactó fue cuando Somni descubre el "rastro" a donde iban a parar sus hermanas fabricadas y cómo era fabricado el sabroso "Jabón" que comía. El siguiente fragmento se ubica en esa parte.
Hae-Joo sacó del armario un par de monos de operario y dos semivisores; nos los pusimos, y los cubrimos con las capas para no despertar las sospechas de las caseras. Fuera hacía frío para lo avanzado de la estación, y me alegré de ir tan abrigada. Cogimos el metro hasta la terminal del puerto y luego nos subimos a una cinta transportadora que llevaba hasta el muelle, pasando junto a los grandes navíos transoceánicos. El mar nocturno era negro como el petróleo; uno de los barcos, sin embargo, ostentaba un par de luminosos arcos dorados y parecía un palacio submarino. Ya lo había visto, en una vida anterior.
-El arca de oro de Papa Song -exclamé, y le expliqué a Hae-Joo que era el barco que llevaba a las sirvientas de doce estrellas a Euforia, en Hawái.
(...) Había unos focos muy brillantes colgados de la pasarela; desde abajo, éramos invisibles. Además, no éramos intrusos, sino técnicos ocupados en tareas de mantenimiento.
La siguiente bodega era, en realidad, una celda cerrada. Encima de un estrado había una silla de plástico; de un monorraíl del techo colgaba un aparatoso casco, justo encima de la silla. Tres risueños Asistentes vestidos de rojo acompañaron a la fabricada hasta la silla. Uno de ellos le explicó que el casco le extraería el collar, tal y como prometía el Décimo Catecismo.
-Gracias, Asistente -farfulló emocionada la fabricada-. ¡Muchas gracias! Colocaron el caso en la cabeza de la Somni y se lo ajustaron al cuello; en ese momento, me fijé en el número de puertas de la celda. La conclusión me heló la sangre.
¿Qué tenía de extraño?
Solo había una puerta: aquella por donde había entrado la Somni. Sólo una. ¿Por dónde habían salido las precedentes? Un chasquido seco procedente del casco me hizo dirigir de nuevo la atención al estrado; la sirviente se desplomó con los ojos en blanco; el cable que conectaba el mecanismo del casco con el monorraíl se tensó de golpe; el casco comenzó a elevarse; la sirviente se enderezó; el cable a levanto de vilo. El cuerpo oscilaba en el aire; la sonrisa de entusiasmo que la muerte le fijó en el rostro se crispó a medida que la piel de la cara sostenía parte del peso. Un operario aspiró la manche de sangre de la silla; otro la limpió totalmente. El monorraíl transportó la carga en paralelo a nuestra pasarela, atravesó una cortina y entró en la siguiente bodega. Otro casco descendió sobre la silla de plástico, donde tres Asistentes acomodaban ya a la siguiente sirviente emocionada.
Hae-Joo me susurró al oído:
-A ésas no puedes salvarlas, Somni. Ya estaban condenadas cuando subieron a bordo.
No era del todo exacto; en realidad, estaban condenadas desde el uterotanque.
Otro chasquido: el casco arrastrando su carga. Esta vez era una Yoona.
No hay palabras que alcancen a describir el horror de aquel lugar; si no lo has presenciado es inconcebible.
Seguimos gateando hacia una cortina insonorizante. Los cascos transportaban los cadáveres a otra bodega iluminada con una luz violeta; al pasar por la cortina, la temperatura bajó de golpe; el fragor de la maquinaria era ensordecedor.
A nuestros pies apareció un matadero con una cadena de producción automatizada que no sé cómo se llaman.... Figuras empapadas de sangre de la cabeza a los pies, como si fuesen estampas sádicas del infierno. Aquellos demonios cortaban collares, desgarraban ropas, raspaban folículos, arrancaban la piel, amputaban manos y piernas, rebanaban carne, extraían vísceras... Tuberías de desagüe aspiraban la sangre.... El estruendo era descomunal.
Pero.... ¿por qué? ¿Qué sentido tenía semejante... carnicería?
La industria genómica precisa de una cantidad enorme de biomateria licuada para los uterotanques, pero, sobre todo, para el Jabón. ¿Qué medio más económico para obtener esa proteína que reciclar a las fabricadas a la conclusión de su vida productiva?
Además, las restantes "proteínas recuperadas" son utilizada por el Papa Song en la elaboración de los productos alimenticios que sirve a sus clientes en los restaurantes que tiene repartidos por toda Nea So Copros.
"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012
Hae-Joo sacó del armario un par de monos de operario y dos semivisores; nos los pusimos, y los cubrimos con las capas para no despertar las sospechas de las caseras. Fuera hacía frío para lo avanzado de la estación, y me alegré de ir tan abrigada. Cogimos el metro hasta la terminal del puerto y luego nos subimos a una cinta transportadora que llevaba hasta el muelle, pasando junto a los grandes navíos transoceánicos. El mar nocturno era negro como el petróleo; uno de los barcos, sin embargo, ostentaba un par de luminosos arcos dorados y parecía un palacio submarino. Ya lo había visto, en una vida anterior.
-El arca de oro de Papa Song -exclamé, y le expliqué a Hae-Joo que era el barco que llevaba a las sirvientas de doce estrellas a Euforia, en Hawái.
(...) Había unos focos muy brillantes colgados de la pasarela; desde abajo, éramos invisibles. Además, no éramos intrusos, sino técnicos ocupados en tareas de mantenimiento.
La siguiente bodega era, en realidad, una celda cerrada. Encima de un estrado había una silla de plástico; de un monorraíl del techo colgaba un aparatoso casco, justo encima de la silla. Tres risueños Asistentes vestidos de rojo acompañaron a la fabricada hasta la silla. Uno de ellos le explicó que el casco le extraería el collar, tal y como prometía el Décimo Catecismo.
-Gracias, Asistente -farfulló emocionada la fabricada-. ¡Muchas gracias! Colocaron el caso en la cabeza de la Somni y se lo ajustaron al cuello; en ese momento, me fijé en el número de puertas de la celda. La conclusión me heló la sangre.
¿Qué tenía de extraño?
Solo había una puerta: aquella por donde había entrado la Somni. Sólo una. ¿Por dónde habían salido las precedentes? Un chasquido seco procedente del casco me hizo dirigir de nuevo la atención al estrado; la sirviente se desplomó con los ojos en blanco; el cable que conectaba el mecanismo del casco con el monorraíl se tensó de golpe; el casco comenzó a elevarse; la sirviente se enderezó; el cable a levanto de vilo. El cuerpo oscilaba en el aire; la sonrisa de entusiasmo que la muerte le fijó en el rostro se crispó a medida que la piel de la cara sostenía parte del peso. Un operario aspiró la manche de sangre de la silla; otro la limpió totalmente. El monorraíl transportó la carga en paralelo a nuestra pasarela, atravesó una cortina y entró en la siguiente bodega. Otro casco descendió sobre la silla de plástico, donde tres Asistentes acomodaban ya a la siguiente sirviente emocionada.
Hae-Joo me susurró al oído:
-A ésas no puedes salvarlas, Somni. Ya estaban condenadas cuando subieron a bordo.
No era del todo exacto; en realidad, estaban condenadas desde el uterotanque.
Otro chasquido: el casco arrastrando su carga. Esta vez era una Yoona.
No hay palabras que alcancen a describir el horror de aquel lugar; si no lo has presenciado es inconcebible.
Seguimos gateando hacia una cortina insonorizante. Los cascos transportaban los cadáveres a otra bodega iluminada con una luz violeta; al pasar por la cortina, la temperatura bajó de golpe; el fragor de la maquinaria era ensordecedor.
A nuestros pies apareció un matadero con una cadena de producción automatizada que no sé cómo se llaman.... Figuras empapadas de sangre de la cabeza a los pies, como si fuesen estampas sádicas del infierno. Aquellos demonios cortaban collares, desgarraban ropas, raspaban folículos, arrancaban la piel, amputaban manos y piernas, rebanaban carne, extraían vísceras... Tuberías de desagüe aspiraban la sangre.... El estruendo era descomunal.
Pero.... ¿por qué? ¿Qué sentido tenía semejante... carnicería?
La industria genómica precisa de una cantidad enorme de biomateria licuada para los uterotanques, pero, sobre todo, para el Jabón. ¿Qué medio más económico para obtener esa proteína que reciclar a las fabricadas a la conclusión de su vida productiva?
Además, las restantes "proteínas recuperadas" son utilizada por el Papa Song en la elaboración de los productos alimenticios que sirve a sus clientes en los restaurantes que tiene repartidos por toda Nea So Copros.
"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012
martes, 1 de abril de 2014
Zachry y sus muertos
Mientras comíamos, no podía dejar de recordar ni de hablar de mi familia, no señor, ni tampoco de Padre y de Adam: si seguían vivos en mis historias era como si no se moriesen del todo. Sabía que iba a echar de menos a Merónima, todos mis demás cuates de isla Grande ya eran prisioneros de los konas.
"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012
p.362
"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012
p.362
lunes, 31 de marzo de 2014
La reflexión de Somni-451 sobre el tiempo
El tiempo es lo que impide que toda la historia ocurra de golpe; el tiempo es la velocidad a la que desaparece el pasado.
"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012
jueves, 27 de marzo de 2014
El tremendo calvario de Timothy Cavendish
Prácticamente la cuarta historia que aparece en el libro. Se centra en el editor poco exitoso Timothy Cavendish y cómo al conseguir el éxito también consiguió su calvario. Después de que su cliente, el escritor Dermot Hoggins echará por el balcón a un desafortunado crítico, su libro autobiográfico pasó a venderse como pan caliente. Hoggings, 12 años a la cárcel por el homicidio. Timothy, las ganancias nunca antes vistas por las ventas del libro. Pero no todo marcha bien. Llegan los insatisfechos y casi mafiosos hermanos de Hoggins a reclamarle al pobre editor sesentón una fuerte cantidad de dinero que lamentablemente no posee. Sin amigos que le puedan ayudar termina recurriendo a su hermano quien le sugiere que salga de Londres. El siguiente pasaje es justamente cuando regresa a su viejo pueblo en el que dejó a su primer amor, y al parecer único, la bella Ursula.
Cuarenta años después, los faros de los coches aparcados en la estación iluminaban una insólita plaga de típulas y a un editor en fuga envuelto en una gabardina azotada por el viento que caminaba a grandes zancadas alrededor de un campo ahora en barbecho por obra y gracia de los subsidios europeos. Lo lógico es pensar que un país del tamaño de Inglaterra podría dar cabida perfectamente a todos los sucesos de una humilde existencia sin que se superpongan unos a otros, me refiero a que esto tampoco es Luxemburgo; pero qué va, resulta que cruzamos, entrecruzamos y recruzamos nuestras viejas huellas como patinadores artísticos. La casa Dockery todavía seguía en pie, aislada de las demás viviendas por un seto de aligustre. Qué opulenta me había parecido comparada con el insípido hotelito de mis padres. Me prometí que un día viviría en una casa así. Una de tantas promesas incumplidas; aquélla por lo menos me la hice sólo a mí.
Rodeé la casa y enfilé por una carretera que iba a parar a una obra. Un letrero decía: "Hazle Close -Viviendas de lujos para ejecutivos en el corazón de Inglaterra". En el piso de arriba de la casa Dockery estaban encendidas las luces. Me imaginé a una pareja sin hijos escuchando la radio. La vieja puerta de vidriera le habían sustituido por otra más resistente a los ladrones. Aquella semana de estudios había entrado en Dockery dispuesto a librarme de mi vergonzosa virginidad, pero estaba tan intimidado por mi divina Cleopatra, tan atenazado por los nervios, tan bolinga por el whisky de su padre, tan reblandecido por la inexperiencia que, en fin, mejor será que corra un tupido velo sobre el bochorno de aquella noche, por más que hayan pasado cuarenta años. Bueno, cuarenta y siete. Aquel de allí era el mismo roble que arañaba la ventana de Ursula mientras yo trataba de meterme en harina, después de haber fingido durante mucho más tiempo del creíble que todavía estaba calentando motores. Ursula puso el disco del Segundo concierto para piano de Rachmáninov en el gramófono de su dormitorio, aquella habitación de allí, la del resplandor de la vela eléctrica.
Hoy en día todavía me estremece cuando oigo a Rachmáninov.
Las probabilidades de que Ursula siguiese viviendo en la casa Dockery eran nulas, ya lo sabía. Lo último que supe de ella que dirigía una oficina de relaciones públicas en Los Ángeles. Así y todo, me estrujé por un hueco del tupido seto y aplasté la nariz contra la ventana sin cortinas del comedor, que estaba apagado, tratando de atisbar algo. Aquella noche de otoño tan lejana en el tiempo Ursula me había servido una porción de queso gratinado sobre una loncha de jamón, todo ello colocado en una pechuga de pollo. Justo allí: justo aquí. Aún recordaba el sabor. Aún lo recuerdo ahora, mientras escribo estas líneas.
¡Flash!
La habitación se convirtió en una caléndula iluminada y por la puerta apareció tan campante -menos mal que de espaldas- una brujilla con tirabuzones pelirrojos. "Mami! -medio oí, medio leí en sus labios-. ¡Mami!" Y allí que llegó mami con los mismos tirabuzones. Con eso ya quedaba suficientemente probado que la familia de Ursula había abandonado esa casa hacía mucho tiempo, así que retrocedí hacia el seto. Pero me di media vuelta y volví a espiar porque...., en fin, porque je suis un homme solitaire. Mami estaba arreglando un palo de escoba roto mientras que la niña estaba sentada en la mesa balanceando las piernas. Después llegó un hombre lobo adulto, se quitó la careta y, por extraño que parezca (aunque tal vez no parezca tan extraño), lo reconocí: el presentador ese de programas de temas de actualidad, uno de la tribu de Felix Finch. Jeremy Nosecuántos. Cejas a lo Heatcliff, modales de gañan, ya saben quién les digo. El tipo cogió un rollo de cinta aislante de un cajón del aparador y metió baza en la reparación de la escoba. Entonces entró la abuela para completar el cuadro doméstico y que me aspen una, dos, tres veces si no era Ursula. La Ursula de marras. Mi Ursula.
¡Y estaba convertida en una abuelita vivaracha! En mis recuerdos se conservaba tan joven como el primer día: ¿qué artista del maquillaje había arrasado su lozana juventud? (Pues el mismo que arrasó la tuya, Timbo).
"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012
Cuarenta años después, los faros de los coches aparcados en la estación iluminaban una insólita plaga de típulas y a un editor en fuga envuelto en una gabardina azotada por el viento que caminaba a grandes zancadas alrededor de un campo ahora en barbecho por obra y gracia de los subsidios europeos. Lo lógico es pensar que un país del tamaño de Inglaterra podría dar cabida perfectamente a todos los sucesos de una humilde existencia sin que se superpongan unos a otros, me refiero a que esto tampoco es Luxemburgo; pero qué va, resulta que cruzamos, entrecruzamos y recruzamos nuestras viejas huellas como patinadores artísticos. La casa Dockery todavía seguía en pie, aislada de las demás viviendas por un seto de aligustre. Qué opulenta me había parecido comparada con el insípido hotelito de mis padres. Me prometí que un día viviría en una casa así. Una de tantas promesas incumplidas; aquélla por lo menos me la hice sólo a mí.
Rodeé la casa y enfilé por una carretera que iba a parar a una obra. Un letrero decía: "Hazle Close -Viviendas de lujos para ejecutivos en el corazón de Inglaterra". En el piso de arriba de la casa Dockery estaban encendidas las luces. Me imaginé a una pareja sin hijos escuchando la radio. La vieja puerta de vidriera le habían sustituido por otra más resistente a los ladrones. Aquella semana de estudios había entrado en Dockery dispuesto a librarme de mi vergonzosa virginidad, pero estaba tan intimidado por mi divina Cleopatra, tan atenazado por los nervios, tan bolinga por el whisky de su padre, tan reblandecido por la inexperiencia que, en fin, mejor será que corra un tupido velo sobre el bochorno de aquella noche, por más que hayan pasado cuarenta años. Bueno, cuarenta y siete. Aquel de allí era el mismo roble que arañaba la ventana de Ursula mientras yo trataba de meterme en harina, después de haber fingido durante mucho más tiempo del creíble que todavía estaba calentando motores. Ursula puso el disco del Segundo concierto para piano de Rachmáninov en el gramófono de su dormitorio, aquella habitación de allí, la del resplandor de la vela eléctrica.
Hoy en día todavía me estremece cuando oigo a Rachmáninov.
Las probabilidades de que Ursula siguiese viviendo en la casa Dockery eran nulas, ya lo sabía. Lo último que supe de ella que dirigía una oficina de relaciones públicas en Los Ángeles. Así y todo, me estrujé por un hueco del tupido seto y aplasté la nariz contra la ventana sin cortinas del comedor, que estaba apagado, tratando de atisbar algo. Aquella noche de otoño tan lejana en el tiempo Ursula me había servido una porción de queso gratinado sobre una loncha de jamón, todo ello colocado en una pechuga de pollo. Justo allí: justo aquí. Aún recordaba el sabor. Aún lo recuerdo ahora, mientras escribo estas líneas.
¡Flash!
La habitación se convirtió en una caléndula iluminada y por la puerta apareció tan campante -menos mal que de espaldas- una brujilla con tirabuzones pelirrojos. "Mami! -medio oí, medio leí en sus labios-. ¡Mami!" Y allí que llegó mami con los mismos tirabuzones. Con eso ya quedaba suficientemente probado que la familia de Ursula había abandonado esa casa hacía mucho tiempo, así que retrocedí hacia el seto. Pero me di media vuelta y volví a espiar porque...., en fin, porque je suis un homme solitaire. Mami estaba arreglando un palo de escoba roto mientras que la niña estaba sentada en la mesa balanceando las piernas. Después llegó un hombre lobo adulto, se quitó la careta y, por extraño que parezca (aunque tal vez no parezca tan extraño), lo reconocí: el presentador ese de programas de temas de actualidad, uno de la tribu de Felix Finch. Jeremy Nosecuántos. Cejas a lo Heatcliff, modales de gañan, ya saben quién les digo. El tipo cogió un rollo de cinta aislante de un cajón del aparador y metió baza en la reparación de la escoba. Entonces entró la abuela para completar el cuadro doméstico y que me aspen una, dos, tres veces si no era Ursula. La Ursula de marras. Mi Ursula.
¡Y estaba convertida en una abuelita vivaracha! En mis recuerdos se conservaba tan joven como el primer día: ¿qué artista del maquillaje había arrasado su lozana juventud? (Pues el mismo que arrasó la tuya, Timbo).
"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012
lunes, 24 de marzo de 2014
Los moriori y su mana
(Fragmento extraído de "El atlas de las nubes" de David Mitchell. Traducción Víctor V. Úbeda)
Hasta ahora los moriori no eran sino una versión local de esos salvajes de falda de lino y capa emplumada que habitan los cada vez más raros "puntos ciegos" del océano aún no civilizado por el hombre blanco. La vieja pretensión de singularidad de "Rehoku", sin embargo, reside en su excepcional credo pacífico. Desde tiempo inmemorial, la casta sacerdotal de los moriori dictaba que quienquiera que derramase sangre humana aniquilaría su propio mana, eso es, su honor, su valía, su posición social y su alma.
Hasta ahora los moriori no eran sino una versión local de esos salvajes de falda de lino y capa emplumada que habitan los cada vez más raros "puntos ciegos" del océano aún no civilizado por el hombre blanco. La vieja pretensión de singularidad de "Rehoku", sin embargo, reside en su excepcional credo pacífico. Desde tiempo inmemorial, la casta sacerdotal de los moriori dictaba que quienquiera que derramase sangre humana aniquilaría su propio mana, eso es, su honor, su valía, su posición social y su alma.
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