—Nací en un pueblo de pescadores de la provincia de Shizuoka —sonrió Kozumi—. Creo que mi padre era tío de mi madre. O quizá tuvieran una relación de parentesco todavía más estrecha, no estoy seguro. —No especificó nada más al respecto—. Pero todos mis hermanos tenían un aspecto completamente normal.
(...)
—Mis padres eran unas personas muy corrientes. Mi padre era un pescador fuerte y robusto, y mi madre, la típica mujer gorda de pueblo. Los dos eran muy buena gente, todos los vecinos los querían. Tuvieron cinco hijos. Un chico y una chica mayores que yo, y otros dos chicos más pequeños. Como la casa no tenía muchas habitaciones, dormíamos los cinco juntos. Nuestra madre nos regañaba, porque armábamos tanto jaleo que era imposible dormir. Siempre estábamos contentos, todos y cada uno de los días de nuestras vida. Así transcurrió nuestra infancia.
»La hora de la cena también era un auténtico barullo, éramos tan alegres y alborotábamos tanto que reinaba una confusión total. Mi hermano y mi hermana, algo más mayores, cuidaban de nosotros, los tres pequeños. Dejadme que os lo diga, éramos felices. Para que os hagáis una idea, de pequeño nunca sufí por el hecho de tener la piel más clara que los demás.
»Yo sentía que era diferente a mis hermanos en algo, pero no en eso. A veces, no sabía por qué, tenía premoniciones: sabía qué tiempo haría, si alguien se haría daño, las notas de los exámenes escritos. Cosas sin importancia.
»Pero había una cosa que me daba mucho miedo y que no me atrevía a confiar a nadie. Cuando se hacía de noche y seguíamos alborotando como siempre a la tenue luz de una lamparilla, oíamos acercarse los pasos de mamá. La puerta se abría de repente y ella gritaba: "¡Basta ya, a dormir!". Nos reíamos, nos poníamos a hablar en voz baja... y finalmente nos quedábamos dormidos. Yo también dormía como un lirón. Acababa un día hermoso y el siguiente sería igual de feliz.
»Pero a veces me despertaba de pronto en mitad de la noche. No me sucedía con frecuencia, creo que una vez al año.
»Me despertaba tan bruscamente que pensaba que alguien había encendido la luz. Siempre sucedía así. Después percibía un olor a azufre. "¿Qué será?", me preguntaba, y lo primero que se me ocurría era que alguien se había tirado un pedo. Pero no se trataba de un olor tan banal. Era un olor del que me resultaba imposible liberarme: parecía provenir de mi propio cerebro. Yo miraba a mis hermanos: iluminados por la luz de la luna y por la de la lamparilla, dormían inmóviles como muertos, pero con la sana respiración del sueño. Era una escena tranquila y sosegaste. Me quedaba contemplando el rostro de mi hermana, las cejas esperar de mi hermano mayor, las naricitas de mis hermanos pequeños. Me parecían más débiles, más vulnerables que de día, y eso me entristecía un poco. Pero a la mañana del siguiente día todos se despertarían alborotando, se pelearían por entrar en el cuarto de baño, verían la televisión, serían antipáticos y adorables. Volvería la alegría y yo ya no estaría solo. Pensar en eso me hacía feliz, sentía que dentro de poco me quedaría dormido. Pero el olor a azufre no se iba. Después, de repente, una voz susurraba algo, siempre lo mismo. "Sólo quedarás tú", decía.
"Amrita"
Banana Yoshimoto
TusQuets Editores
México, 2013
p.167
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