jueves, 31 de julio de 2008

Al sur de la frontera, al oeste del Sol

Al abrir los ojos, vi de repente el rostro de Izumi. Estaba en el interior de un taxi detenido frente a mí. Me miraba fijamente por la ventanilla del asiento posterior. El taxi estaba parado ante el semáforo en rojo, apenas nos separaba un metro de distancia. Ya no era aquella niña de diecisiete años. Pero la reconocí a primera vista. No podía tratarse de nadie más. Aquélla era la mujer que, veinte años atrás, yo había tenido entre mis brazos. La primera mujer a la que había besado. La mujer que, una tarde de otoño, cuando tenía diecisiete años, había desnudado. Ella había perdido una liga. Por más que aquellos veinte años la hubiesen cambiado, su rostro era inconfundible. «Los niños le tienen miedo», me había dicho alguien. Al oírlo, no lo había entendido. No había calibrado el alcance de aquellas palabras. Ahora, ante ella, comprendía a la perfección lo que me habían querido decir: su rostro carecía de toda expresión. No, no me he expresado con las palabras exactas. Tal vez debería usar otras. Su rostro había sido despojado por completo de cualquier cosa susceptible de ser llamada expresión. Me recordó una habitación de la que se hubieran llevado todos los muebles, sin dejar ni uno. En aquella cara no afloraba la menor emoción; en ella, tal como sucede en las profundidades marinas, todo se extinguía, sin un sonido, en la muerte. Ella me observaba con ese rostro carente de expresión. Debía de estar observándome. O, por lo menos, mantenía fija la mirada a mi dirección. Pero en su rostro no se leía, hacia mí, el menor signo de reconocimiento. Si algo podía leerse, era sólo un vacío infinito.

Atónito, petrificado, fui incapaz de articular palabra. Me limité a respirar despacio, sosteniéndome a duras penas en pie. Había perdido, de verdad, literalmente, el sentido mismo de mi propia existencia. Durante unos instantes, dejé de saber incluso quién era yo. Llegué a percibir cómo se desdibujaba mi perfil como ser humano y me convertía en una masa densa y como de lodo. Incapaz de pensar en nada, alargué una mano de manera casi inconsciente y toqué el cristal de la ventanilla. Palpé la superficie con la punta de los dedos. Qué significaba aquella acción ni yo mismo sabía. Algunos transeúntes se detuvieron y me miraron sorprendidos. Pero nada podía hacer yo por evitarlo. Continué acariciando despacio, a través del cristal, el rostro sin expresión de Izumi. Sin embargo, Izumi no movió ni un músculo. Ni siquiera parpadeó. «¿Estará muerta?», pensé. «No, no puede estar muerta.» Ella vivía sin parpadear. Vivía en un mundo donde no existía sonido alguno, detrás del cristal de la ventanilla. Y sus labios inmóviles hablaban de un vacío infinito.

"Al sur de la frontera, al oeste del Sol"
Haruki Murakami
Tusquets Editores, 1998

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