Coche tras coche de la línea Osaka-Kobe —construidos mucho más sólidamente que los trolebuses, tan oscuros y macizos como jaulas de fieras— llegaban, ululaban su silbido y vomitaban una multitud de viajeros a cambio de otra (que inmediatamente engullían) y se marchaban a Osaka. Llegaba un coche cada pocos minutos. Haciendo acopio de todo mi valor, me puse en pie y me acerqué a la puerta de control de billetes, pero entonces el corazón empezó a lastimarme salvajemente y las piernas se negaron a llevarme más lejos. Me pareció haber sido paralizado por un espantoso hechizo. Me volví tambaleante hacia el banco.
—¿Ricksha, señor?
—No, estoy esperando a alguien —le dije al hombre—. Voy a Osaka—. Pero después de haberme librado de él me quedé donde estaba. «Voy a Osaka», había respondido, pero no sé por qué sonó en mis oídos «voy a morir». Qué asombro hubiera sentido el hombre de la ricksha si se me hubiesen cerrado los ojos y me hubiese quedado en el sitio: una cosa tan brusca como la muerte de Svidrigailof en Crimen y Castigo («¡Si alguien te pregunta, dile que me he ido a América!»), cuando se apoyó la pistola en la frente y se pegó un tiro.
"Terror"
Yunichiro Tanizaki
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