Atareada con la demanda de trabajo que me había llegado tan de repente, llegó sin aviso, el padre de mi jefe a llenar su tiempo libre; era algo muy normal y molesto a la vez. Con sus leves pasos y casi sin sonido, llego y tomo lugar, en una de las cuatro sillas que tenemos en la oficina. La cuarta era la mía. Se sentó detrás de mí, como deseando hacer un tipo de plática, pero que no fuera él, el que la iniciará, si no yo. No le presté atención y continué trabajando. Parecía estar levitando en sus pensamientos, trataba con su silencio, conseguir que yo cediera a su petición. Ya cansada de este juego de silencios, dije algo, lo que se me viniera a la mente, tratando de quitarme de encima ese sofocante silencio que acompañaba al señor: “Mi hermana compró un libro muy bueno. Es de refranes mexicanos, ¿le sacó algunas copias?” dije casi sin pensar. El hombre hizo un gemido de molestia, parecía que no le había agradado mi comentario. Sin aviso gritó unas palabras que me desconcertaron completamente: “A mi no me interesa libros que no dejan nada. Yo quiero leer algo que me deje. ¡Qué enseñen!”. Parecía estar algo molesto por mi inicio de una plática forzada: “¿Por qué dice eso, D.D.?”, seguí investigando el por qué no dejaría algo interesante un buen libro de refranes mexicanos, a lo qué él, aún en tono de molestia seguía diciéndome: “A mi solo me interesa libros que dejen algo de enseñanza. No quiero leer por leer. ¿Tú no sabes de un lugar que vendan libros usados?”
Me comenzó a molestar sus comentarios pero soy amable hasta con este tipo de personas y mencioné lugares que conocía perfectamente; recordé aquel lugar donde vendían libros y que se encuentra por Galeana y 5 de Mayo. Se lo di a conocer y el hombre aún más insoportable que antes, me dijo aún con su mismo tono de exaltación: que en esos lugares ya había estado y que no le interesaba, nada de lo que ahí vendían. Después casi como iluminado por el cielo, recalcó: “Mejor ve al Mercado Juárez; Allí venden muy buenos libros usados. Libros muy educativos. Libros que enseñen”. Recordé, molesta, aquel lugar. Y si, yo ya había ido aquel lugar apestoso y feo.
En aquel lugar (que me comentó), logré divisar algunos libros de mi interés. Encontré un libro de Harry Potter acompañado por el Señor de los Anillos y de ambos pregunte su precio, lo cual eran una exageración porque eran usados y también, porque estaban tan maltratados que dudaría que los fuera a vender al precio que me dijo. Le comenté esto a D.D. y él me observó soprendido, con esos ojos rojizos y olvidados, con su típico tono que ya me molestaba: “¿Por qué lees esa porquería?”
Con todo el respeto que me merece el señor padre de mi jefe pero es un tonto. ¿Qué tiene de malo una hermosa novela de fantasía? ¿Por qué no aprender de un buen refrán? Me enfado su comentario estúpido pero comprendí, antes de exaltarme, que era una persona mayor y que su sentido de cultura era casi nulo, el simple hecho de adorar a un cadáver como ‘santo’ me lo podía decir claramente.
Me reí. ¿Qué más podía hacer? Y dije en carcajadas: “Hay D.D., de acuerdo. La próxima vez que entre a una librería, veré si encuentro un libro que enseñe algo”.