Prácticamente la cuarta historia que aparece en el libro. Se centra en el editor poco exitoso Timothy Cavendish y cómo al conseguir el éxito también consiguió su calvario. Después de que su cliente, el escritor Dermot Hoggins echará por el balcón a un desafortunado crítico, su libro autobiográfico pasó a venderse como pan caliente. Hoggings, 12 años a la cárcel por el homicidio. Timothy, las ganancias nunca antes vistas por las ventas del libro. Pero no todo marcha bien. Llegan los insatisfechos y casi mafiosos hermanos de Hoggins a reclamarle al pobre editor sesentón una fuerte cantidad de dinero que lamentablemente no posee. Sin amigos que le puedan ayudar termina recurriendo a su hermano quien le sugiere que salga de Londres. El siguiente pasaje es justamente cuando regresa a su viejo pueblo en el que dejó a su primer amor, y al parecer único, la bella Ursula.
Cuarenta años después, los faros de los coches aparcados en la estación iluminaban una insólita plaga de típulas y a un editor en fuga envuelto en una gabardina azotada por el viento que caminaba a grandes zancadas alrededor de un campo ahora en barbecho por obra y gracia de los subsidios europeos. Lo lógico es pensar que un país del tamaño de Inglaterra podría dar cabida perfectamente a todos los sucesos de una humilde existencia sin que se superpongan unos a otros, me refiero a que esto tampoco es Luxemburgo; pero qué va, resulta que cruzamos, entrecruzamos y recruzamos nuestras viejas huellas como patinadores artísticos. La casa Dockery todavía seguía en pie, aislada de las demás viviendas por un seto de aligustre. Qué opulenta me había parecido comparada con el insípido hotelito de mis padres. Me prometí que un día viviría en una casa así. Una de tantas promesas incumplidas; aquélla por lo menos me la hice sólo a mí.
Rodeé la casa y enfilé por una carretera que iba a parar a una obra. Un letrero decía: "Hazle Close -Viviendas de lujos para ejecutivos en el corazón de Inglaterra". En el piso de arriba de la casa Dockery estaban encendidas las luces. Me imaginé a una pareja sin hijos escuchando la radio. La vieja puerta de vidriera le habían sustituido por otra más resistente a los ladrones. Aquella semana de estudios había entrado en Dockery dispuesto a librarme de mi vergonzosa virginidad, pero estaba tan intimidado por mi divina Cleopatra, tan atenazado por los nervios, tan bolinga por el whisky de su padre, tan reblandecido por la inexperiencia que, en fin, mejor será que corra un tupido velo sobre el bochorno de aquella noche, por más que hayan pasado cuarenta años. Bueno, cuarenta y siete. Aquel de allí era el mismo roble que arañaba la ventana de Ursula mientras yo trataba de meterme en harina, después de haber fingido durante mucho más tiempo del creíble que todavía estaba calentando motores. Ursula puso el disco del
Segundo concierto para piano de Rachmáninov en el gramófono de su dormitorio, aquella habitación de allí, la del resplandor de la vela eléctrica.
Hoy en día todavía me estremece cuando oigo a Rachmáninov.
Las probabilidades de que Ursula siguiese viviendo en la casa Dockery eran nulas, ya lo sabía. Lo último que supe de ella que dirigía una oficina de relaciones públicas en Los Ángeles. Así y todo, me estrujé por un hueco del tupido seto y aplasté la nariz contra la ventana sin cortinas del comedor, que estaba apagado, tratando de atisbar algo. Aquella noche de otoño tan lejana en el tiempo Ursula me había servido una porción de queso gratinado sobre una loncha de jamón, todo ello colocado en una pechuga de pollo. Justo allí: justo aquí. Aún recordaba el sabor. Aún lo recuerdo ahora, mientras escribo estas líneas.
¡Flash!
La habitación se convirtió en una caléndula iluminada y por la puerta apareció tan campante -menos mal que de espaldas- una brujilla con tirabuzones pelirrojos. "Mami! -medio oí, medio leí en sus labios-. ¡Mami!" Y allí que llegó mami con los mismos tirabuzones. Con eso ya quedaba suficientemente probado que la familia de Ursula había abandonado esa casa hacía mucho tiempo, así que retrocedí hacia el seto. Pero me di media vuelta y volví a espiar porque...., en fin, porque
je suis un homme solitaire. Mami estaba arreglando un palo de escoba roto mientras que la niña estaba sentada en la mesa balanceando las piernas. Después llegó un hombre lobo adulto, se quitó la careta y, por extraño que parezca (aunque tal vez no parezca tan extraño), lo reconocí: el presentador ese de programas de temas de actualidad, uno de la tribu de Felix Finch. Jeremy Nosecuántos. Cejas a lo Heatcliff, modales de gañan, ya saben quién les digo. El tipo cogió un rollo de cinta aislante de un cajón del aparador y metió baza en la reparación de la escoba. Entonces entró la abuela para completar el cuadro doméstico y que me aspen una, dos, tres veces si no era Ursula. La Ursula de marras. Mi Ursula.
¡Y estaba convertida en una abuelita vivaracha! En mis recuerdos se conservaba tan joven como el primer día: ¿qué artista del maquillaje había arrasado su lozana juventud? (Pues el mismo que arrasó la tuya, Timbo).
"El atlas de las nubes"
David Mitchell
Duomo Ediciones
Barcelona, 2012