A ella, a Laura, le gusta imaginar (es uno de sus secretos mejor guardados) que ella misma tiene una pincelada de genialidad, solo una pincelada, aunque sabe que la mayoría de las personas probablemente andan por ahí con ilusiones similares guardadas como un puño en su interior, jamás divulgadas. Se pregunta, mientras empuja el carrito en el supermercados o la peinan en la peluquería, si todas las otras mujeres no están pensando, hasta cierto punto, la misma cosa: he aquí a una espíritu brillante, a la mujer de las tristezas, la mujer de las alegrías trascendentales, que prefería estar en otra parte, que ha consentido en llevar a cabo estas tareas simples y esencialmente tontas, como examinar tomates, sentarse debajo de un secador, porque ese es su arte y ese es su deber. Porque el mundo terminó, el mundo sobrevivió y estamos aquí, todos nosotros, construyendo hogares, teniendo hijos y educándolos, creando no solo libros o pinturas sino todo un mundo, un mundo de orden y armonía en el que los niños están a salvo (si no felices), en el que los hombres que fueron testigos de horrores que no podemos imaginar, que se portaron bien y valientemente, vuelven a una casa de ventanas iluminadas, perfume, platos y servilletas.
¡Qué diversión! ¡Qué zambullida!
"Las horas"
Michael Cunningham
p.46